Mujer, feminismo, ciencia ficción

Hay libros que no se leen, se respiran. «Distancia de rescate» de Samanta Schweblin es uno de ellos. Desde sus primeras líneas, la novela instala una atmósfera de asfixia suave, como si el aire estuviera contaminado por algo invisible pero persistente. No hay prólogos ni descripciones tranquilizadoras: solo una voz que interroga, otra que responde, y un lector que se adentra en un diálogo quebrado por el miedo.

Publicada en 2014, esta breve pero intensa obra consolidó a Schweblin como una de las voces más inquietantes de la literatura latinoamericana contemporánea. Nacida en Buenos Aires en 1978 su narrativa se ha centrado en lo fantástico y la distopía. 

Samanta Schweblin

«Distancia de Rescate» fue adaptada al cine por la directora Claudia Llosa para Netflix en 2021, Distancia de rescate se inscribe en una tradición de escritura que podríamos llamar poética situada: una forma de narrar que emerge desde las condiciones materiales, afectivas y políticas de América Latina, y que transforma lo cotidiano en un campo de resonancia perturbadora.

Aquí no hay monstruos ni futuros distópicos al uso. La amenaza es más sutil: está en el agua, en los cuerpos, en la distancia que separa a una madre de su hija. Schweblin no construye mundos alternativos, sino que altera el mundo que ya conocemos, lo distorsiona apenas, lo vuelve extraño.

Leer «Distancia de rescate» desde Europa —o desde cualquier lugar donde la toxicidad no se respira como parte del paisaje— exige un desplazamiento. No solo geográfico, sino afectivo. La novela de Schweblin no se articula desde una imaginación abstracta, sino desde una experiencia encarnada: la de vivir en un entorno rural argentino donde el veneno no es metáfora, sino realidad sustantiva. Donde la amenaza no viene del futuro, sino del presente que se filtra por el agua, los cultivos, los cuerpos.

Esta forma de narrar, profundamente ligada a las condiciones materiales y políticas del territorio, puede leerse como una poética situada. No se trata solo de contar lo que ocurre, sino de hacerlo desde un lugar específico, con una sensibilidad que reconoce la violencia estructural, la precariedad afectiva, la fragilidad de los vínculos. Schweblin no escribe sobre la maternidad en abstracto, sino sobre madres que deben calcular la distancia exacta para rescatar a sus hijas antes de que ya sea imposible hacerlo.

El texto no solo describe, sino que vibra, como si fuera una resonancia encarnada. La voz narrativa —entrecortada, obsesiva, casi susurrada— genera una sensación física en el lector. No es solo lo que se dice, sino cómo se dice. La repetición, la fragmentación, el ritmo quebrado: todo contribuye a una experiencia de lectura que desde otros parámetros es difícil de acompañar

En este sentido, «Distancia de rescate» se aleja de otras formas de ficción especulativa más racionales o estructuradas, donde el mundo alternativo se construye con lógica interna y reglas claras. Aquí, lo fantástico se filtra por las grietas de lo real, sin pedir permiso. Y esa filtración —tóxica, afectiva, política— es precisamente lo que la hace tan inquietante y angustiosa.

La estructura de «Distancia de rescate» no se impone, se desliza. Schweblin elige una forma narrativa fragmentaria, casi espectral, donde el tiempo no avanza en línea recta, sino que se pliega, se repite, se interrumpe. El relato se construye a través de un diálogo entre Amanda y David, pero ese diálogo no tiene marcas claras de inicio ni de cierre. Es como si el lector llegara tarde a una conversación que ya empezó, y se quedara atrapado en ella sin saber cómo salir.

Este recurso —la voz entrecortada, la repetición obsesiva, los saltos temporales sin aviso— genera una sensación de asfixia. No es una lectura cómoda, ni siquiera lineal. La narración no fluye, se tambalea. Y en ese tambaleo, el lector se ve obligado a respirar al ritmo de la amenaza indefinible.

La forma narrativa se convierte así en atmósfera. No hay descripciones extensas ni explicaciones racionales: solo indicios, silencios, preguntas que no encuentran respuesta. El texto se comporta como un cuerpo en estado de alerta, donde cada palabra es una señal de peligro. La tensión no se construye por acumulación de hechos, sino por la imposibilidad de entender del todo lo que está ocurriendo.

Este estilo —más cercano al susurro que al grito— se aleja de otras tradiciones narrativas donde el ritmo acelerado y la claridad estructural dominan. Aquí, la lentitud es una estrategia. El desconcierto, una forma de conocimiento. Schweblin no quiere que el lector comprenda, quiere que sienta. Que se pierda. Que se pregunte, como Amanda, si la distancia de rescate aún es suficiente.

Aunque «Distancia de rescate» no se presenta como una novela de ciencia ficción en sentido estricto, sus mecanismos narrativos y simbólicos la inscriben de lleno en el campo de la ficción especulativa. Schweblin no imagina futuros tecnológicos ni mundos paralelos: altera el presente, lo distorsiona apenas, y en esa mínima torsión revela una amenaza que ya está aquí.

La “Casa Verde”, con su curandera y sus rituales, funciona como un espacio liminal donde la lógica médica se mezcla con la magia. No hay explicaciones científicas ni certezas racionales: solo una práctica que transforma cuerpos, que intercambia almas, que reconfigura identidades. Este elemento —esotérico, ambiguo, profundamente latinoamericano— introduce una dimensión fantástica que no busca maravillar, sino inquietar.

La transformación de los niños, especialmente de David, recuerda una versión invertida de los cuentos de hadas. Aquí no hay metamorfosis liberadora, sino deformación silenciosa. Los cuerpos infantiles se vuelven otros, extraños, como si la contaminación ambiental tuviera el poder de alterar no solo la salud, sino su esencia misma. La infancia, tradicionalmente asociada a la pureza y la promesa, se convierte en territorio mutante, espectral.

La contaminación —presente en el agua, en los cultivos, en los cuerpos— no es solo un tema ambiental: es el agente especulativo que desencadena la distorsión. Schweblin convierte el veneno en un catalizador narrativo, en una fuerza que desestabiliza la percepción, el lenguaje, el vínculo. Lo fantástico no se impone desde fuera, sino que brota desde dentro del mundo narrado, como una consecuencia lógica de su toxicidad. Como, cuando, cuando, donde ni se sabe ni se explica.

La novela se inscribe en una tradición de ficción especulativa latinoamericana que no busca escapar del presente, sino intervenirlo. Lo fantástico no es evasión, sino herramienta crítica. Y «Distancia de rescate» la utiliza con precisión quirúrgica: para hablar de ecología, de maternidad, de cuerpos vulnerables, de vínculos que se tensan hasta romperse.

En el centro de «Distancia de rescate» hay una cuerda invisible. Una madre la sostiene, la mide, la calcula. Es la “distancia de rescate”: ese margen de seguridad que permite intervenir antes de que algo irreparable ocurra. Pero en el mundo que construye Schweblin, esa distancia se vuelve inestable, como si el veneno también afectara a los vínculos, a la percepción, al tiempo de reacción.

La maternidad no aparece aquí como refugio, sino como campo de batalla. Amanda, la protagonista, vive en estado de alerta permanente, vigilando a su hija Nina con una intensidad que roza la paranoia. Pero esa paranoia no es patológica: es una forma de amor en contextos tóxicos. Cuando el entorno es hostil, el cuidado se vuelve obsesión. Y la novela captura esa obsesión con extremada precisión.

El vínculo madre-hija se convierte en hilo narrativo, pero también en símbolo de fragilidad. La distancia física —¿Cuántos pasos hay entre Amanda y Nina? — se mezcla con la distancia emocional, perceptiva, incluso ontológica. ¿Sigue siendo su hija? ¿Sigue siendo ella misma? La amenaza no solo viene de fuera, sino que se infiltra en el vínculo, lo contamina, lo transforma.

Schweblin no ofrece respuestas ni consuelos. Solo preguntas que se repiten, que se reformulan, que se desvanecen. ¿Cuándo empieza el daño? ¿Cuándo se rompe el vínculo? ¿Cuánto tiempo queda antes de que sea demasiado tarde?

Cuando se cierra la última página de «Distancia de rescate», no queda una historia, sino una sensación. Un temblor. Un eco. La novela no se recuerda por sus giros argumentales, sino por la forma en que se instala en el cuerpo lector, como si también él hubiera respirado el veneno.

Solo hay al final una pregunta que se repite como un mantra: ¿cuánto tiempo queda? Y eso ya no es solo una ficción especulativa sino una advertencia, una forma de decir que el daño ya está ocurriendo, que la amenaza no es futura, sino presente, y que los vínculos —por más que los midamos, por más que los vigilemos— siempre están en riesgo.

Hay ficciones que no nos llevan a otros mundos, sino que nos obligan a mirar el nuestro con otros ojos. Y este es el caso de «Distancia de rescate».


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