🌊 Primera ola feminista y el sexo como ausencia
La primera ola feminista irrumpe como un temblor sordo: una revolución sin armas que pone en jaque al orden establecido, impulsada por el grito colectivo de miles de mujeres invisibilizadas.
Las feministas de la primera ola son pensadoras al tiempo que activistas Margaret Sanger (1879-1966), que fue pionera luchando por los derechos reproductivos y la legalización del aborto. Emma Goldman (1869-1940) de origen ruso, fue anarquista, escritora y feminista fue apodada «la mujer más peligrosa de América»; fue detenida varias veces y exiliada de EE.UU.

Precisamente en EE.UU. fueron líderes sufragistas entre muchas Elizabeth Cady Stanton y Susan B. Anthony. Destacó la activista afroamericana Sojourner Truth, que vinculó feminismo y abolición de la esclavitud. En Gran Bretaña destacó, entre otras mucha también, la activista Emmeline Pankhurst, fundadora de las Suffragettes.

Sin embargo, aquel feminismo de la primera ola nacía en gran medida encorsetado por el puritanismo de clase media anglosajón, contexto en el precisamente nace la ciencia ficción. El cuerpo femenino seguía despertando temores oscuros y era percibido más como peligro que como liberación. El sexo de las mujeres quedaba invisibilizado o reprimido porque se consideraba un ámbito de riesgo para ellas ya que se trataba de un espacio dominado por los hombres y sus deseos. Toda la fuerza de voluntad de las mujeres debía aplicarse a evitar dejarse llevar por el placer y reprimir sus deseos como fórmula para salvaguardar el respeto por sí misma y las personas de su entorno.
La ficción especulativa, incluso entonces, fue una herramienta de reivindicación, como demuestran las publicaciones de numerosas feministas de la época, quienes recurrieron a este registro para expresar sus inquietudes y anhelos. Se trata de una literatura militante que abordó muchos de los temas pertinentes que el feminismo planteaba en aquellos momentos e incluso, a través de la novela utópica, se interrogó sobre cuestiones que los desbordaban. El feminismo llegó así a la literatura fantástica y de ciencia ficción, aunque aún no se hubiera acuñado formalmente ese término.
En este contexto, muchas autoras de la primera ola feminista imaginan sociedades utópicas en las que el deseo sexual femenino está ausente, reprimido o domesticado. El resultado: universos donde la sexualidad parece no existir y, desde luego, se excluye del imaginario utópico por considerarse una fuente de conflicto o subordinación.
🔮 Utopías sin deseo: el cuerpo neutralizado
No quiero dejar de citar a algunas de las feministas que eligieron la ficción especulativa para expresar sus temores y esperanzas sobre el lugar de la mujer en aquella sociedad encorsetada. La sufragista y socialista inglesa Annie Denton Cridge (1825-1875); la profesora norteamericana Mary E. Bradley Lane (1844-1930); la escritora y destacada sufragista norteamericana Lillie Devereux Blake (1833-1913); la escritora bengalí, pensadora, educadora, activista social y defensora de los derechos de la mujer Rokeya Sakhawat Hussain (1880-1932); la periodista y corresponsal británica Florence Dixie (1855-1905); las estadounidenses Alice Ilgenfritz Jones y Ella Merchant; la novelista británica Rhoda Broughton (1840-1920); la sufragista australiana Catherine Helen Spence (1825-1910); la británico-australiana Henrietta Augusta Dugdale (1827-1918); la periodista y prolífica escritora Inez Haynes Irwin (1873-1970)…

Perdónese la extensión de la lista: la mayoría de ellas fueron ignoradas en su época. La segunda ola rescató a algunas, y fue en la tercera ola feminista cuando se empezó a revalorizar aquella literatura utópica—no exenta de contradicciones—que escribieron valientes mujeres feministas.
No obstante, como decía antes, la cuestión del cuerpo de las mujeres siguió siendo un tabú, y la sexualidad, ignorada incluso por estas feministas militantes en sus obras pioneras. He dejado para el final dos de las utopías redescubiertas más influyentes.
Una de ellas es Herland (1915), de la norteamericana Charlotte Perkins Gilman: presenta una sociedad compuesta exclusivamente por mujeres que se reproducen por partenogénesis. En esta sociedad, el deseo sexual no existe o nunca se nombra explícitamente. La obra configura una utopía basada en la racionalidad, la cooperación y la neutralidad corporal, donde lo sexual está ausente o se considera potencialmente disruptivo.
La otra obra que me parece de especial interés es Nueva Amazonia (1889), de la feminista británica Elizabeth Burgoyne Corbett: imagina un mundo gobernado por mujeres en una Irlanda utópica, pero con una cara oscura, como suele suceder en la mayoría de las utopías. El tono misándrico y separatista, y la exclusión de los hombres llevan a que el deseo heterosexual se represente como amenaza latente. El cuerpo masculino se convierte en enemigo, y la sexualidad se retrae hacia espacios más simbólicos y controlados.
En este contexto, el sexo es considerado un placer animal: “Nuestras leyes y nuestra economía social ofrecen grandes incentivos a la castidad. El resultado es que todas nuestras compatriotas más intelectuales, especialmente las mujeres, prefieren el honor y el progreso a los placeres más animales del matrimonio y de la reproducción de la especie”.
Ambas narrativas, con sus silencios y exclusiones, reflejan bien el concepto del ‘extraño sexual’ como fractura del orden utópico que pretendían sostener.

🧟 El “extraño sexual”: otredad y cuerpos que desestabilizan
El concepto de “extraño sexual”, una noción propuesta en textos críticos posteriores por autoras como Úrsula K. Le Guin, puede servir como una lente para releer estas obras pioneras de la primera ola. No solo ilumina aquello que fue dicho, sino también lo que se ocultó tras el silencio de los cuerpos.
El cuerpo de la mujer sexuada aparece como figura inquietante, fuera del orden racional, que perturba los límites entre lo humano y lo animal. El deseo femenino, lejos de ser motor de autonomía, se representa como fuerza peligrosa —una potencia que amenaza con desbordar las formas de sociabilidad utópicas basadas en el autocontrol y la razón.

En muchas utopías escritas por autoras feministas del siglo XIX y principios del XX, el cuerpo femenino queda vinculado al castigo, la irracionalidad o incluso la enfermedad. El sexo se configura como espacio objetivamente masculino, dominio de subordinación y violencia, del que la emancipación femenina solo parece posible a través del desapego radical. En este sentido, la mujer liberada es aquella que ha logrado extrañar la sexualidad: que ha convertido su deseo en ausencia, su cuerpo en neutralidad.
Sin embargo, incluso en este contexto de puritanismo moral victoriano, emergen semillas de disidencia, porque el extrañamiento sexual también opera como figura de resistencia: el deseo se niega a desaparecer. Hay cuerpos que resisten al encierro, al silenciamiento; voces femeninas que empiezan a preguntarse qué espacio podría tener el deseo en una utopía que pretenda ser liberadora. En ellas, el “extraño sexual” se revela como figura liminal: monstruosa pero liberadora, encerrada pero subversiva, ausente pero latente.
Finalmente, el “extraño sexual” produce una dislocación narrativa. Su aparición, como en Herland, altera el equilibrio de la utopía, genera conflicto y expone los límites de un orden que sólo puede mantenerse a través de la exclusión. En ese sentido, su presencia no es sólo una amenaza: es una pregunta lanzada al futuro de la imaginación feminista.
Así, la figura del “extraño sexual” no solo desestabiliza los imaginarios utópicos de la primera ola, sino que anticipa la urgencia con la que la segunda ola feminista comenzará a reclamar el cuerpo, el deseo y el placer como territorios de emancipación y disputa política. Lo que antes era silenciado o expulsado, pronto se convertirá en campo de batalla simbólico y textual: el sexo dejará de ser ausencia y pasará a ser argumento, herida y revolución.

🕰️En transición hacia la segunda ola
Aunque suele presentarse como una historia en oleadas, el feminismo no se detiene entre ellas. Tras el declive de la primera ola —más centrada en el sufragio y la ciudadanía legal—, no surgió un desierto político, sino un paisaje de luchas menos visibles, pero no menos fértiles. Entre los años treinta y sesenta, pensadoras como Simone de Beauvoir, que publicó El segundo sexo en 1949, reformularon las bases filosóficas del feminismo. En América Latina y África, las mujeres se organizaron en resistencias anticoloniales, y en Estados Unidos, el activismo laboral femenino se entretejía con demandas de justicia racial. Esta etapa intermedia fue laboratorio de ideas, redes y conflictos que prepararon el terreno para el estallido discursivo y político de la segunda ola, en la que el cuerpo, el deseo y el placer pasarían a ser territorios centrales de emancipación y debate político.
